miércoles, 6 de octubre de 2010

Ganadora del Concurso de Cuentos Juveniles

Prisionero de la Suerte




Otro día... Ya no sé cómo escapar, ya me es difícil recordar sus caras, sus voces. Pero es tarde para lamentarse, ese momento ya pasó. Yo no puedo cambiar. No tiene sentido siquiera intentarlo. Hoy, mi maldición seguirá asechándome, como un león a su presa, y yo no voy a poder escapar. Nunca puedo.

Déjenme contarles una historia de adicción... MI historia.

Todo empezó hace cuatro años atrás.



Una mañana de lunes, desperté con el familiar sonido de la voz de mi hija, Cintia. Siempre me sorprendió verla levantada tan temprano, pero luego recordaba que con toda su inocencia, ella quería ser la primera cara que yo viera, decía que iba a hacer más feliz mi día. Y tenía razón. ¿Cómo no ser feliz cada mañana con esa carita de ángel al lado mío?

Sus grandes ojos celestes me recordaban siempre a los de su madre; ni hablar de su actitud y perseverancia, era seguro que de mí no lo había sacado. Con sus cinco años recién cumplidos, y con todas las palabras nuevas que aprendía, no dejaba de hablar, era claro que todavía no entendía que me era difícil seguir el hilo de su conversación cuando eran las seis de la mañana, pero ella seguía contándome del curioso gatito que escuchó esa noche pasar por su ventana.

Una vez despierto, la llevé a su cama escuchando cada una de sus palabras sin protestar, y la acosté, como hice todos los días desde que empezó a levantarse temprano por mí.

Luego de hacer mis actividades de rutina, como lavarme los dientes y peinarme, caminé de un lado a otro por el pasillo que conduce hacia el comedor, reflexionando; reconociendo que esa no era la vida que quería para mi familia; una casa mediocre, con más daños que arreglos, un barrio que no era del todo indicado, y una vida que no salía de la rutina diaria; “algún día lo voy a cambiar” me decía a mi mismo.

Llegué a la cocina y ahí estaba ella, la luz de mi vida, mi salvación, mi amor. Mi Laura. Y si bien jamás llegue a comprender como tal belleza con su encantadora forma de ser fue a elegirme a mí, allí estaba, esperándome, como lo hizo siempre, hermosa, brillante y con una sonrisa que hasta Dios desearía tener. Cada día me recordaba la razón por la cual yo soportaba todo lo malo en mi vida. Pero por supuesto, nunca le decía cuánto significaba para mí; ella lo sabía, pero esa no era excusa, era lo único que yo podía darle y sin embargo la privaba de ello.

Salí de mi casa, de mi humilde hogar y me dirigí a mi trabajo. El camino se me hacía tedioso a pesar de esa música pegajosa que pasaban por la radio y que tanto me divertía.

Llegué. La empresa cada día iba mejor, pero yo parecía no encajar con su ideología, pues no lograba avanzar. Hace 15 años que trabajaba en el mismo puesto, viendo como todos ascendían y yo quedaba en el mismo lugar. De eso, no podía echarle la culpa a nadie más que a mí. Jamás intenté cambiar, hacer algo mejor, siempre me conformé, nunca me arriesgué. Hasta que creí encontrar mi oportunidad. Qué estúpido fui.

Juan, mi compañero de vida, estaba peculiarmente feliz ese día, lo recuerdo como si hubiese sido ayer. Me intrigaba en sobremanera qué era lo que lo tenia así, por lo tanto, en mi primera oportunidad fui a ver lo que ocurría.

Me comentó que había encontrado la solución a todos nuestros problemas, no pude evitar reírme, pues yo nunca creí en soluciones mágicas, pero él, no se amedrentó. Y fue ahí, fue precisamente en ese momento, que mi pesadilla comenzó.

La oportunidad era muy buena. Y la ganancia muy generosa. Era algo que no podía rechazar.

Una competencia, un juego, mucha plata. ¿quién podía echarse atrás?. Ése fin de semana tendría lugar la ocasión. Hasta entonces, a trabajar.

Llegó el momento. Nos juntamos en la casa de Juan a la hora acordada; y de ahí partimos al lugar de la cita.

La noche, envolvía como un frío manto al auto en el que viajábamos. El camino estaba desolado, las calles parecían acabar en un nebuloso y oscuro agujero. Llegamos. La entrada se erguía en un destartalado portón que tardaron en abrir. Tras éste, un largo pasillo, desde donde ya se sentía el seco gusto a cigarrillo y su olor tan peculiar. Las paredes desprendían una fuerte sensación de humedad y el suelo tenía varios desniveles.

Pero nada me importó.

Al entrar a la descuidada puerta, me encontré ante una habitación demasiado pequeña, con un ambiente viciado y pegajoso. La vista se tornaba pesada, y la respiración, prácticamente imposible. En el centro, una mesa y seis sillas a su alrededor... una de ellas, me pertenecía. Al entrar, el piso de madera cedió ante mi peso haciendo un fuerte crujido, que al parecer sólo yo noté. Me senté. Delante tenía cuatro desconocidos. Sus caras eran pálidas; sus ojos, irritados y enrojecidos. Uno de ellos me sonrió, y no pude evitar ver el amarillento color de sus dientes. Pero no era momento de juzgar. En la mesa éramos Juan, yo y cuatro timberos sin nombres.

Una vez ubicados, el aire se volvió aún más pesado. El humo parecía aplastar mis ideas, se me dificultaba pensar. Y de repente, como por arte de magia, sentí una gran tensión en el ambiente, estábamos listos. El juego empezó. La sensación que yo en ese momento sentí, creo que va a ser difícil de explicar; fue una mezcla de vértigo, ansiedad y excitación. Las caras de mis competidores permanecían inmutables, ¿y yo? Yo parecía no tener control sobre la mía.

Las cartas fueron hechadas. Las tomé con sumo cuidado. Mis dedos, ante su frío y laminado contacto sintieron el juego. Pero mi mano no parecía ser la mejor, más que nada considerando que la apuesta había comenzado alta; no podía arriesgarme. Observé a los jugadores frente a mí, y solo encontré cinco miradas vacías, cinco pensamientos distintos y que, sin embargo, estaban conectados por la indiscutible necesidad de ganar. Llegó mi turno y descarté dos de mis naipes... ¡Póker! Mis ojos no lo podían creer. Tenía que contener mi reacción. Resistí la tentación y no aumenté la apuesta, me resigné a poner la trampa. Y cayó. El hombre de la nicotinada sonrisa aumentó la apuesta. Dos se retiraron incluyendo a Juan. Sólo quedamos cuatro en juego. Las cartas se pusieron sobre la mesa... mi suerte recién comenzaba.

Esa noche regresé a casa con dos de los mejores regalos.

Mi vida cambió. Al principio yo creí que positivamente. La respuesta de mi familia ante mi esfuerzo fue lo mejor que me pasó en la vida. Jamás vi a mi mujer tan feliz y agradecida,el anillo que tanto me gustó le quedaba a la perfección. Ni hablar de la alegría de mi hija al recibir un regalo que nunca pidió pero que siempre quiso. Noche tras noche me hablaba del gatito que tan simpático le caía, y ahí lo tenía. Debo aceptar que no era de mi gusto personal un gato negro como el que a ella le había fascinado, pero si la hacía feliz, le hubiera regalado hasta un mismisimo tigre.

Las cosas marcharon sobre ruedas un par de años. Pero luego todo cambió. Ya no podía parar.

El viernes era sagrado, era MI día. Hasta que perdí, y mucho. Tenía que recuperar. ¿Cómo explicarle sino a Laura que prácticamente ya no teníamos respaldo económico? Así, los viernes sagrados se convirtieron en sábados, domingos y lunes. Y después en martes, miércoles y jueves.

Las noches que pasaba en mi casa no eran muchas. Las continuas excusas que le daba a Laura ya no parecían suficientes y desgastaban de a poco la confianza entre nosotros. Ya no compartía las historias de mi hija, pues me levantaba de muy mal humor como para escuchar sus anécdotas infantiles sin importancia. ¡Y Laura no la callaba! Estaba muy ocupada reprochándome todos sus problemas, no la aguantaba. No veía la hora de irme a mi mesa de juego, a mi salvación. Qué ridículo y qué ciego fui.

Ese ambiente de noche, humo y penumbras se convirtió en la razón de mis días. Mis ganancias iban para Laura y para Cintia, pero cuando perdía, no hacían mas que reprocharme, jamás un “gracias” o un “te amo” por lo que en su momento había ganado. No. Siempre rescataban lo malo de lo que hacía. Llegaba a casa y Laura no paraba de gritarme, Cintia lloraba y todo se convertía en un desastre. Ya no quería estar ahí.

Encontré un refugio en mi juego, un modo de recompensarme a mí mismo lo que hacía por los demás. Estaba solo. Juan también se había alejado de mí por alguna razón que no entendía, dijo algo de que era un enfermo y que no me daba cuenta del daño que le hacia a los que me rodeaban. Pero lo tenía que entender, era comprensible que sienta envidia por mi repentino triunfo.

Mi juego tenía sus altibajos, una noche ganaba cantidades inimaginables de dinero, y otras perdía el doble de lo que eran mis ganancias, pero siempre lograba pasar los malos momentos.

Hasta que una noche, tuvo lugar mi peor miedo. Perdí todo. Era tan segura mi jugada, tan poco creíbles mis contrincantes, que no pensé en la posibilidad de perder. Pero me equivoqué. El efectivo se había ido la noche anterior y aposté lo que no tenía. Si no conseguía con qué pagar mi deuda me sacarían mi casa, mi auto y el amor de mi familia. Pues ya no era gente amistosa con la que trataba. Ya había dejado de ser un juego, era una timba.

Llegué al trabajo a la mañana siguiente. Que tiempo desperdiciado. Mi sueldo era una miseria y nadie valoraba lo que hacía. Fui a hablar con mi jefe (probablemente por un pedido de aumento, aunque no recuerdo bien esa parte), y vi mi oportunidad. Una cantidad considerable de dinero dentro de una caja fuerte descuidadamente abierta. Lo necesitaba. Así que lo tomé, y lo metí dentro de mi campera. No recordé las cámaras de seguridad.

La denuncia que le siguió a mi acto, desencadenó en una dura sentencia judicial y en el castigo más duro que la vida me podría haber designado. Me separaron de mi familia...

Laura me visitó todas las semanas, pero no era la Laura que yo había conocido. Su cara, antes llena de brillo y esplendor, se presentaba oscura, sin expresión; de su sonrisa, ni hablar... ya no existía. Sus palabras eran pocas, siempre tenía la sensación de que cada vez que venia me ocultaba algo, algo importante que la consumía día a día.

Un día se presentó sin Cintia. Me preocupé al instante, pensando en que quizás, algo le había ocurrido a mi niña. Le pregunté qué es lo que pasaba, y con un susurro contestó que ya no aguantaba exponer a su hija a ese ambiente. Sostuvo que no podía seguir pasando por alto mi accionar, y que si no dejaba el juego iba a tener que desaparecer de mi vida; que por más que su alma se quedara conmigo en prisión, ella debía seguir su camino por nuestra hija. Yo le dije lo que le decía a todo el mundo “lo puedo dejar cuando quiera”, pero que no podía pedirme algo así en la cárcel. Todo ahí dentro era una apuesta; desde el color de la corbata del guardia hasta la comida del día, y los premios eran vitales para sobrevivir en ese infierno.

Lo que sucedió a continuación de mis palabras es algo de lo que nunca me voy a olvidar. Me miró con unos ojos resignados, llenos de dolorosas lágrimas que atravesaron de lado a lado mi errado corazón. Ya todo estaba perdido.

Nunca más la volví a ver más que en mis sueños...



¿cómo pude?... Dejé que el juego me saque todo lo valioso que tenía en la vida: mi familia, mi amigo, y esos pequeños momentos de paz y tranquilidad que tenía cuando todo estaba en equilibrio. Con el juego todo era inestable y solitario, era yo contra el mundo.

De a poco y sin darme cuenta, fue consumiendo mi vida, en todas sus formas. Cada situación, era una oportunidad para apostar. De todo se podía obtener una ganancia.



Salí... ¿de verdad soy libre?¿es éste el final de mi historia? No. Sigo prisionero de mi propia locura, de mi adicción. Pero lo voy a superar, lo único que me queda es soñar con algo mejor. Y no voy a renunciar a eso.

Voy a dejar mi suerte en manos de expertos, aunque sigo considerando que lo puedo dejar cuando quiera, pero bueno, si es lo que tengo que hacer... Hoy no, quizás mañana. Pero lo voy a lograr.

Te apuesto lo que quieras a que lo voy a lograr...

Alexandra Maero

0 comentarios:

Periodico Informate | Template by - Abdul Munir - 2008